El otro crimen perfecto de Florida

Me desperté por el olor y ella estaba ahí. Había pasado una eternidad o eso parecía. Éramos monstruos, irreconocibles. Escuchamos las más disparatadas hipótesis, aunque, mi prima y yo, seguíamos sin entender nada.

Por unas líneas de fiebre no podía estar sucediéndonos eso. Yo misma había llamado al médico, le abrí, la revisó y compré el medicamento. Dos días iba a quedarse Claudia para ayudarme con los arreglos florales y terminó enfermándose.

Necesité ayuda y elegí llamarlo a él. Llevamos los elementos a la habitación, y entre los tres, acomodamos las flores, forramos los alambres y organizamos el arreglo. Él nos dio una idea fundamental: inyectarle un líquido a las flores que las mantendría vivas mucho tiempo más. Así lo hicimos, aunque en sólo segundos se marchitaron.

Él empezó a sentirse mal y supuso que mi prima lo había contagiado, así que decidió tomarse las dos pastillas que el médico había recetado. A los pocos minutos, Claudia volaba, otra vez, de fiebre. Me ayudó a llevarla a la baño y esperó en la puerta. Le saqué la ropa y llené la bañadera con agua bien fría. No terminé de hacerlo cuando empecé a sentirme morir. Me saqué la ropa y me metí al lado de ella. Así nos encontraron, juntas y desnudas, en la bañera. Lo que pasó después es tan sólo una leyenda judicial más.

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