Unas horas en el infierno
Estábamos
hablando de las llantas de uno de los pibes, que estaba del otro lado
de la celda. Yo estaba tranquilo, todos estábamos tranquilos hasta que
escuchamos el ruido que más podés odiar en un calabozo: el de los golpes
que dan contra cada una de las rejas, sin prisa, pero sin pausa.
Llegaba la hora de la
requisa, que era casi siempre cerca de las 8 de la noche. Según los
otros chicos, con experiencia en este alojamiento, vino con un extra: un
par de golpes de los ratis. Parecía que estaban contentos o nerviosos o
envidiosos por un supuesto ascenso del taquero. Nosotros éramos parte, a
su manera, de sus festejos.
Los chicos se cansaron y
decidieron que de alguna forma teníamos que hacer saber lo que nos
estaba pasando, pero claro, encerrados en una comisaría lo único que
podíamos hacer era un motín, esos que sólo había visto en las películas.
Prendieron fuego uno de
los colchones. Primero empezaron a verse chispas rojas hasta que se
convirtieron en fuego, fuego y humo. Humo negro. Más humo, más negro.
Nadie se acercaba a pesar de que los calabozos están muy cerca de la
recepción de la seccional.
No es mucho lo que puedo
respirar, somos 17 en esta celda pequeña y el humo se está apoderando de
casi todo el lugar. Me estoy quemando, se están quemando. Gritamos.
Tardaron bastante en
acercase y abrir la reja. Vinieron varios y nos molieron a palos
mientras nos sacaban. Yo no quería que me lleven al hospital en el
patrullero para que no me sigan pegando.
Me dio bronca cuando ya
no sentí los golpes, las quemaduras, cuando me dí cuenta de que el fuego
se había apoderado de todo mi cabello, de mis cejas. Yo no merecía
estar ahí. Nadie merecía morir. Y yo menos.
Con 15 años conocí por un
par de horas un calabozo y creí que iba a contarlo como una hazaña a
mis amigos. Yo no había hecho nada. No miento, realmente no había hecho
nada, o sí: llamarme igual que un pibe que tenía pedido de captura pero
que era mayor que yo. Quizá él hubiera muerto junto a los otros tres,
pero me tocó a mí ser uno de los “inadaptados sociales”, como nos
calificó el Defensor del Pueblo de Quilmes a quienes estuvimos esa noche
en el infierno.
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