Lágrimas de reina

Mi casa era una revolución, mi hermana se iba de viaje de egresados a Bariloche y yo, a escondidas, arreglé con su jefe, mi vecino, que iba a cubrirla. Trabajó duro para irse de viaje y pensé en dejarle ese dinero que haría reemplazándola para que sus ahorros no quedaran en cero.

Los horarios me permitían cursar mis estudios en Bellas Artes y de a poco, me iba acostumbrando al trabajo en el restaurante.

Era verdad lo que comentaba mi hermana, había autos de alta gama y reuniones que duraban muchas horas, parecía gente importante, parecían policías.

Esos días me sentí inspirada. Pinté un cuadro que tenía una gran lágrima. Les aseguro que fue premonitorio y todos lo entendieron así después de mi muerte.

El sábado a la madrugada cerramos el local y nos fuimos, como era habitual, el dueño –insisto, mi vecino-, la empleada y yo en un remís. Ella se bajó antes, en su casa, y nosotros seguimos. El auto se detuvo en la puerta de mi domicilio, yo bajé, él bajó. Cuando estaba por entrar escuché ruidos y me di vuelta: a mi vecino lo estaban amenazando dos o tres personas, no puedo recordarlo con claridad. Vi todo. Les grité. Les rogué: ¡Déjenlo, hijos de puta!

Parecía ser la única espectadora de una película de suspenso que estaba en slow y que veía cuadro por cuadro con detalles increíbles.

Uno de los agresores se dio vuelta, mi miró fijo, dio dos pasos, se inclinó un poco, puso una rodilla en el piso y levantó el arma a la altura de su pecho. Vi cuando movió el dedo hacia dentro, accionando el disparador.

Ya lo dije, cuadro por cuadro, en cámara lenta, ví cómo se acercaba a mí una bala. Creí que estaba soñando pero fue en ese momento cuando ingresó en el parietal derecho y caí. Escuché que salió mi padre pero no podía advertirle.

Seguí escuchando disparos, pasos y un auto que se alejaba. Intenté por todos los medios prestar atención para saber qué pasó con mi vecino pero no lo logré.

Poco tiempo estuve en el hospital. Supe exactamente cuando todo estaba terminando. Mi familia había hecho lo que yo les pedí hacía años: donar mis órganos.

A partir de ese momento todo para mí fue más fácil. Muchos interrogantes se fueron desvaneciendo al encontrar respuesta, y otros quedaron en la más profunda impunidad.

Supe que mi vecino había mandado a limpiar el porche borrando toda evidencia; que la ropa que llevaba puesta esa madrugada se perdió, y que el proyectil apareció en un cajón de la comisaría, limpio. Ni hablar del comisario que, tiempo después, José Luis me contó lo que hizo con un arma que podía ser la que utilizaron para matarlo antes de prenderlo fuego.

Alta, rubia, muy elegante, con ojos penetrantes y un carácter muy fuerte. Ella era la fiscal. Ella era a quien persiguieron durante un tiempo en una camioneta negra por su domicilio. Ella y el abogado particular hicieron todo cuanto pudieron. Mis padres también, hasta fueron querellados por la jueza.

El tipo que yo había defendido no se presentaba a declarar. Lo fueron a buscar a su casa, frente a la mía, y se había mudado.

Cinco años después, se realizó la reconstrucción. ¿El remisero tuvo algo que ver? ¿Los agresores se escaparon con él? El dueño del auto era un puntero político ¿pudo haber sido el autor intelectual? ¿Qué poder tenía esa gente para que mi homicidio quedara impune? ¿Qué fue lo que pasó con mi vecino para que no colaborara con la investigación de un crimen que sucedió por defenderlo él? ¿Qué actividades ilícitas se desarrollaban ahí? ¿Quiénes participaban?

El restaurante sigue en pié. Lo hace funcionar su hijo. El padre, mi vecino, tuvo una grave enfermedad que lo llevó a que le amputaran sus piernas. Falleció poco después, por una infección.

Por mi descendencia, fui elegida reina de Alemania en Argentina, aún después de mi muerte. Mi familia ya no vive en ese barrio ni en este país. La causa pasó de un Juzgado Criminal a uno de Transición y quedó archivada para siempre, como las ganas de hacer justicia con las que se quedó mi familia.

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