Íntimo Sentido


  Mi desconfianza extrema no me ayudó esa tarde. Ella había venido a hacer una consulta. No la dejé pasar, le comenté que estaba apurada, que iba a salir, así que la atendí en la puerta. No podía escuchar lo que me reclamaba, sólo miraba sus ojos que se iban de órbita y su mandíbula, que no paraba de hacer movimientos exagerados. Me había dado un poco de miedo.

  Me empujó hacia adentro, no atiné a defenderme hasta que vi que sacó el arma. Reaccioné cuando sentí el tiro en mi sien. La saqué fuera de mi casa como pude. Alcancé a dar media vuelta de llave a la puerta. Y no pude más, me caí y no volví a levantarme.

 “¿Cómo va ese vestuario?”, me escribió una amiga, que me había acompañado a comprar ropa para la salir esa noche. No pude contestar. Horas después, me volvió a llamar. No pude atender. Al otro día, otra de las chicas telefoneó. Yo no podía hacer nada. Sentía que el tiempo ya no corría, que todo lo que pasaba a mi alrededor estaba en un segundo plano, hasta el ruido de la moto que llegó con ella de acompañante y se fue. Corroboró que estuviera tirada, inmóvil, en el piso. Eternamente inmóvil.

Sabía que alguien me iba a encontrar, aunque fuera demasiado tarde.

  La puerta estaba cerrada y no había señales de mi presencia. Mi amiga llamó a la policía. “Está tirada en el piso, no se mueve”, escuché que le dijo el agente. Ahí supe que se habían dado cuenta de todo.

  Sé que fui muy solitaria, pero no iba  faltar a una fiesta o no atenderle el teléfono a mis propias amigas. Hoy me doy cuenta de que haber sido tan reservada complicó un poco al armar la lista de sospechosos. Y sospechosas.

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