Sin defensa


Mientras me caía la lluvia en la cara pensaba en cuánto tarda un estudio de ADN. Me pasé el rato dándole vueltas a esa cuestión sin saber por qué. Salí de la ducha y mientras me secaba lo vi. No era él. No parecía él. Sus gestos, su mirada, sus pasos, sus poses marciales me aterrorizaron. Ya nada podía hacer.

Recuerdo un fuerte golpe en la cabeza y ardor en el resto del cuerpo. Caí contra el inodoro y ahí entendí lo que había pasado. Corrí a ver a mi nena, pero era tarde. En ese momento escuché el timbre. Me acerqué a la cocina y mi mamá ya no respiraba. Todo era sangre. Desorden. Destrozos.

Ella llegó en el peor momento. Todavía escucho lo bien de qué le hablaba. Disimuló muy bien la masacre que aún no había terminado. Ella intentó defenderse, pero él le ganó. Apenas dejó de latir su corazón, el celular no paraba de sonar.

Caminó. Nos miró una y otra vez. No quiso tocarnos. Limpió un poco. Intentó irse. Pero volvió. Dejó los cuchillos. Dejó el palo. Se lavó las manos en el mismo baño donde me había dejado tirada. De reojo se aseguraba de que yo siguiera allí.

El rastro de sangre marcó su camino. El de ida y el de vuelta. El logo de aquellas zapatillas quedo plasmado en una causa judicial que tras los resultados del ADN no lo condenó. Su cómplice estuvo ahí. Seis meses después, se cargó el cuádruple crimen encima. Y lo complicó al metódico planificador. Lo que busco que sepan es que, en La Plata, hubo cuatro mujeres más víctimas de un caballero que se cansó de serlo.

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